será un librito (Tejeda 2009. Es decir: made in Córdoba, "all rights reserved") impreso con una linda encuadernación; mientras tanto, irá apareciendo por entregas cuando el tiempo me de ganas de subir las fotos y los dibujos que poco tienen que ver con el texto ...

10 sept 2010

relojes a dinamo

La lectura de El principito puede ajustarse al calendario porque los ciclos de un calendario dan cuenta de un timing terrestre antes que humano. En las 28 estaciones de la lunación se reconocen cuatro fases que la astronomía ha denominado Luna Nueva, Cuarto Creciente, Luna Llena y Cuarto Menguante. El porcentaje de iluminación organiza los 28 días restantes de la lunación en una escala ascendente-descendente, según el esquema: ver

(...)

Y ante la incertidumbre por el cierre entrevisto de los ciclos, la imaginación suele anticipar catástrofes. Se diría que las catástrofes nacen en las pequeñas anticipaciones y en las esperas controladas de los calendarios.


Pero no todos los calendarios están regidos por la misma suerte. Pasado el conteo inicial de los 43 atardeceres, el Principito realiza un salto temporal y en la espiral del ciclo lunar, comienza a dibujar su evasión. Fascinados, lo seguiremos en la lectura hasta llegar al final del libro donde veremos que, para entonces, habrá regresado al asteroide del que partió (la portada del libro). En ese vaivén, la lectura habrá circulado hasta encontrarse nuevamente en la imagen del inicio.

Como vimos, el ciclo lunar de El Principito contempla en su rotación un lugar vacante. A la vez dentro y fuera de la historia, las tapas juegan con imaginación manteniendo la ambivalencia de esa vacante. Como la luna nueva que mantiene el ciclo lunar indefinidamente abierto, la evasión de El Principito sólo se completa con cada nuevo lector que, frente a la imagen de la tapa, decide releer la historia.

Los calendarios no son la naturaleza, pero se parecen. La geografía del caracol: un intento de mimesis del tiempo, del que los caracoles serían el más hermoso y, a la vez, el más tímido “ejemplo”. En los caracoles, el tiempo se ha vuelto imagen: cristal de las reverberaciones y los repliegues, imagen de los ecos circulando por los ciclos del calendárico. Pequeñas olas de un mar que se fue, lentamente, secando. Como el sonido de las roldanas de los pozos en el desierto, en los caracoles el tiempo imagina lo que vuelve sobre sí en forma de eco. Y como imágenes vueltas sobre imágenes, en el capítulo XXV, la mirada del lector coincide con la mirada del Principito. Allí es posible “mirar juntos” los bocetos en el cuaderno del aviador. Esas imágenes proliferantes no provienen del espejo sino del eco.

-¿Qué promesa? - Ya sabes... un bozal para mi cordero... ¡soy responsable de aquella flor! -Saqué del bolsillo mis bocetos. El principito los vio y dijo riendo: - Tus baobabs, parecen más bien repollos...”

El aniversario de la caída en el desierto promete un vínculo nocturno de cantos y risas en los pozos. A continuación, del capítulo XXVI nos llegan algunos ecos

“seguramente...” “seguramente”.

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El aviador parece haber vuelto al mundo como cuando tenía seis años “¿qué quieres decir?” “¿qué quieres decir?”, repitiendo en ecos sus preguntas, preocupado por dibujar un bozal al ver la imagen del cordero en la caja.


Pero los ciclos del calendario no implican una regresión. A la vez, la zona más próxima entre la imaginación y la naturaleza, y la dimensión más alejada de las repeticiones plenas (o vacías) de sentido. No hay relación entre repetición y calendario; las repeticiones nacen del quiebre con los calendarios. Sabemos (y releemos) que el Principio va viajando por el mundo a partir de un rechazo deliberado de los ritos de las personas grandes, que sólo están preocupadas por repetir mecanismos que son, de tan simples, peligrosos. Con los calendarios podemos creer en la magia y los secretos del tiempo y de la naturaleza. Los atavismos representan un consuelo vano: nacidos del intento ciego por conjurar el miedo a la entropía repitiendo taras que empiezan por cristalizarse en el cuerpo y luego, en el caso de El Principito, van aislando a los personajes en sus planetas, hasta dejarlos solos y girando en falso.

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En un cierto sentido, los textos de Saint-Exupéry han sido grandes relatos de la espera...

30 jun 2010

Un lago en el cielo

Un niño se evade del asteroide B 612 en una migración de pájaros salvajes y un aviador apodado “comandante de los pájaros” por los moros de Cabo Juby cruza el cielo a una velocidad de quinientos kilómetros por hora. Entretanto, un joven antropólogo decide cruzar el atlántico para transitar junto a una tribu desconocida la iniciación de su carrera profesional. Parece poco probable que sus trayectorias se crucen. Y sin embargo, El Principito testimonia ese instante fugaz en el que dos imaginarios de velocidades distintas se encuentran; y, en relación con Tristes Trópicos, tanto Lévi-Strauss como Saint Exupéry parecen enfrentar un mismo desafío: captar un instante en la trayectoria de un nómada.

En una de las cartas que introducen el libro Fantasmas. Imaginación y sociedad, Daniel Link señala: “Lévi-Strauss escribe melancólicamente sobre un dispositivo perdido y esa melancolía se lee en Tristes Tópicos como la necesidad de inventar un nuevo dispositivo: el estructuralismo, según el cual todos los mitos, todos los comportamientos, todas las reglas forman parte del mismo juego. Tensando la cuerda: de la misma fantasmagoría.”


Quizás constituya un tópico del relato de viaje la situación del viajero que asiste a la aparición de una presencia espectral. Juego de rayos solares sobre el mar o martirio de la deshidratación, todo viaje programa su detención al atardecer. Entonces, los viajeros se recrean viendo el simulacro de indecisión con el que el cielo oculta el preciso mecanismo de relevo de sus ciclos calendáricos.

Crecer como etnógrafo o crecer abandonando el cuerpo infantil: traslados por una zona crítica con las sombras largas del ocaso auspiciando el transe imaginario que suspende todo movimiento. En Tristes Trópicos y El Principito, la imagen que reúne a los viajeros es el relato de una puesta de sol. Apliquémonos, en principio, a la reconstrucción del ciclo solar en el momento inmediatamente anterior a que la luna inicie su propio ciclo.

En De cerca y de lejos, Lévi-Strauss comenta que le habría gustado ser un autor dramático y que esa pudo haber sido la razón que lo llevó a presentar Tristes Trópicos como “una síntesis de lo que había hecho hasta entonces. Y también de cuanto veía o de todo aquello en lo que soñaba” . Refiere además un proyecto de novela que abandonó rondando las treinta páginas acerca de un fotógrafo que hacía creer a los indios que sus dioses volvían a la tierra. El título Tristes Trópicos y las páginas que describen la puesta de sol introducían aquel proyecto de novela. Se trata de un pasaje bellísimo en el que la narración intenta capturar en la descripción de las imágenes solares hasta el más exiguo detalle. La belleza del fragmento justificará que lo citemos copiosamente.



“Nada hay nada más misterioso que el conjunto de procedimientos, siempre idénticos pero imprevisibles, que usa la noche para suceder al día. Su signo aparece súbitamente en el cielo, acompañado de incertidumbre y de angustia. Nadie puede predecir la forma que adoptará esta vez, única entre todas las otras, el surgimiento de la noche. Por una alquimia impenetrable, cada color llega a metamorfosearse en su complementario, cuando sabemos bien que, en la paleta, sería imprescindible abrir un nuevo pomo para obtener el mismo resultado. Pero para la noche, las mezclas no tienen límite, pues ella inaugura un espectáculo fantasmagórico: el cielo pasa del rosado al verde; es porque no he visto que ciertas nubes se han vuelto rojo vivo, y así, por contraste, hacen aparecer verde un cielo que era completamente rosado. (…) La noche se introduce por superchería.”



El tránsito entre el día y la noche recuerda el paso de la naturaleza a la cultura, sin el cierre estructural a sus posibilidades combinatorias. O el pasaje igualmente misterioso entre el pensamiento concreto y la ciencia.



Eclipse de Sol. Fotografías de Warren de la Rue, 1860.




Con la llegada de la noche, en cambio, el recorrido del viaje se pliega. Como si la oscuridad enlazara las distancias con la espera; hacia el capítulo VII de la Segunda Parte, el tiempo parece concentrarse y se torna dificultoso aprehender el movimiento del barco. Navegando de noche, cuando al despertar del sol Lévi-Strauss sube a cubierta, cada día lo sorprende anclado en un puerto diferente. Curiosamente, en una carta a su madre, Saint-Exupéry había apuntado la misma sensación: “Hace falta mucha imaginación para darse cuenta que estás en un barco. Ningún ruido, un mar de aceite” . Al parecer, el agua de la noche envenenada por la luna ofrecería a la escritura el medio más adecuado para ordenar los recuerdos en el relato de un viaje inmóvil. Como el rostro de Narciso inundándose de estrellas, ante la mirada de los viajeros el agua se transmuta en cielo. Y el movimiento ya no se insinúa al sentido de la vista como una simple percepción; ahora el navegante lo experimenta como una vibración de su cuerpo inducida por el trepidar mudo de las máquinas y de las olas.



Boceto original de Saint-Exupéry

Un uso particular de las fantasías de los exploradores del siglo XVI determina en Tristes Trópicos la selección léxica “Indios” que permite confundir los trópicos orientales y occidentales. También, con citas a los relatos de exploradores se enfrenta la evidencia impostergable de tribus diezmadas por el hambre y las enfermedades, como si las palabras de los primeros viajeros pudiesen volver las tribus al pasado.





El tránsito cultural hacia el nomadismo se articularía, entonces, mediante una “aceleración quieta” , que inicia el recorrido en un espacio cerrado (un movimiento “más permanente que la misma inmovilidad”), como en el Nautilus de Julio Verne con el que Tristes trópicos establece más de una analogía.

La zona de mayor cercanía entre Lévi-Strauss y Saint-Exupéry quizás se encuentre en sus lecturas de Julio Verne, en el tiempo universal de toda infancia. La aceleración quieta de un escenario giratorio podemos remitirla tanto al mítico instrumental de abordo (la imagen de un giroscopio, por ejemplo) como al capítulo VI de El Principito donde también el mundo se vuelve pura circunferencia, horizonte en rotación quieta. De su habitual letargo despertará el sentido sólo si el aviador comprende el pequeño cosmos que encierra la melancolía del niño. En el capítulo VI se escenifica el procedimiento por el cual todo el libro ha comenzado a expandirse, mediante un cambio de sentido en las fuerzas que preparan la evasión. Ciertamente alarmado, el aviador se interrogará: “¿Sabes?... Cuando uno está tan triste son agradables las puestas de sol. -¿El día de las cuarenta y tres veces estabas entonces tan triste?” Qué relevancia puede tener un número como no sea su función metafórica para contar la tristeza. Pues bien, cuando el Principito quiere ver una puesta de sol no hace más que orientar su sillita en dirección al poniente. Como el asteroide B 612 es muy pequeño, cada rotación insume en completarse muy poco tiempo. En relación con los otros planetas, su asteroide parece tener una velocidad de rotación mayor. La tarde que el Principio sintió una tristeza sideral, giró su sillita unos cuantos grados cada vez hasta contar 43 atardeceres. En el suelo, las cuatro patas de la sillita fueron dibujando una vuelta completa del ciclo calendárico solar. En el cielo, su mirada trazó una vuelta completa sobre el eje del horizonte. En verdad, su planeta parece girar muy rápido. El Principito vio 43 atardeceres y el aviador Saint-Exupéry tenía entonces 43 años.

“La evocación de recuerdos viejos -reflexionará años más tarde el autor- se parece a la contemplación de una fotografía”. Y en verdad, como si se hubiese impuesto el ejercicio literario de agotar el repertorio léxico de las máscaras y los semblantes, en un despliegue de luces asombroso que evoca óperas, teatros, escondido, esbozo, espectáculo, negativo, espejismo, misterio, ilusión, alquimia, el fragmento “Escrito a bordo”, tal vez pueda leerse como una postal revelándose lentamente. Mientras en secreto el día cambia de ciclo calendárico, el joven que anhela su transformación profesional asume en la escritura el desafío decisivo de fijar en el lenguaje las “apariencias inestables y rebeldes” con las que alcanzaría “lo más recóndito” de su profesión.

27 may 2010

Pero la tarde con otitis...


Como los viejos y los niños, releemos aquellos libros que nos permiten mecernos y soñar con un tiempo suspendido. Recuerdo haber leído por primera vez El Principito durante mis primeras vacaciones escolares. Cada año el inicio de la temporada de pileta traía una serie interminable de dolores de oído. Mi abuelo había ofrecido cuidarme el tiempo que durara la infección inicial, que solía ser siempre la más dolorosa pero dejaba los implementos necesarios para curar las que sobrevendrían con una frecuencia de diez a veinte días. Con el tiempo aprendí a administrarme la cura en secreto para no perder el permiso de entrenar por las mañanas con el equipo de natación.

Mi abuelo era de un tiempo anterior a la capa de ozono y no sabía nadar. Tampoco creía que la siesta fuera el mejor horario de pileta. En los días de calor, eran pocas las veces que lograba dormir. Había consagrado la mañana a visitar las librerías del centro y, al parecer, todas estaban cerradas. Finalmente, en la biblioteca le habían prestado el libro para que hiciese fotocopias y llegó pasado el mediodía con fibras de colores y un folio de hojas grises con una cartulina azul abrochada en las tapas. Todavía conservo aquella versión de El Principito. La releo comparando los dibujos del original con los colores establecidos en una edición impresa que compré, hace ya algún tiempo, cuando, con un poco más de suerte, decidí emprender yo mismo el recorrido por las librerías.

Pudo haber sido entonces que, viendo al vendedor abrir las cajas llegadas esa mañana, recordé aquel almanaque mezclado entre las copias. Al parecer, esos almanaques todavía circulan. En un documental por Internet vi que los imprimen lejos y luego, los distribuyen por barco o avión, no recuerdo. La verdad, como creí que habían dejado de existir dejé al mismo tiempo de buscarlos.

Y no puedo saberlo con seguridad pero es probable que aquel asunto influyera en el hábito de la relectura. Costumbre lamentable, ciertamente, si se piensa en los pocos libros que leí, y en cuántos vivo perdiéndome de leer. Igualmente, me confunde pensar que los libros sean cosas que se pueden contar… El almanaque nos gustaba leerlo juntos para marcar por anticipado los días en los que tendríamos luna llena. Nos ayudábamos así a recordar desde agosto qué noche de diciembre era que debíamos estar atentos y mirar el cielo. Mi abuelo era contemplativo y como no solíamos hablar mucho, los chistes que venían en el almanaque me gustaba que me los leyera en voz alta. Yo iba aprendiendo rimas y algunos refranes que él riendo había creído olvidar.

Pero la tarde con otitis debe haber notado que yo estaba muy dolorido y lo dejó sobre la mesa de luz, sin ojearlo siquiera. Ya se sabe que ante un niño dolorido todas las aguas del mundo se vuelven llanto. Sólo quienes han sufrido a causa de una otitis conocen la extraña facilidad con que las risas se transforman en un tintinear dulce, sutil pero doliente. Por suerte, tardes hay a las que el día despierta para acunarnos con el brillo cálido de pequeñas voces. Voces que, como el mar atrapado en los caracoles, transportan las lágrimas hasta volverlas un ensueño ligero y diáfano. ¿Hasta dónde nos dejaríamos llevar por las voces de esas aguas que traen en sus balanceos la invitación a embarcarnos en viajes imaginarios?

Comencé a pintar las copias de los dibujos de El Principito hasta quedarme dormido, recostado de lado pues debía mantener el cuello en posición horizontal para que las gotitas actuaran en el oído. Con las persianas a media asta, los pocos rayos de sol que lograban entrar en la habitación quedaban atrapados en los labios de mi abuelo que acostumbraba siempre murmurar alguna canción mientras leía.

Desperté entreviendo la silla en mitad del cuarto. Mi abuelo sonreía y era tranquilizante saber que podíamos entendernos en silencio. Al notar mi mejoría me enseñó las fotos en el libro que estaba leyendo. Eran retratos. Algunos tenían el rostro pintado. Otros casi no llevaban ropa. Había gente remando en canoas. Instrumentos que parecían flautas. Cosas de barro, como vasos pero más grandes. Se parece a alguien que yo sé, dijo bromeando. Mi abuelo había estado leyendo Tristes Trópicos, y me enseñaba las fotos del libro sabiendo que si reía, entonces, estaba curado.

(El mito psicofisiológico)

ADELA FONTANA

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